Enrique Eskenazi: El Tarot
Tarot de E. Eskenazi |
He repasado descuidadamente algunas conjeturas sobre el origen del Tarot. Aunque inverosímiles desde el punto de vista histórico (que se propone aclarar cómo, cuándo y dónde surgió este naipe), todas ellas reiteran la convicción de que, entre otras cosas, el Tarot es portador de conocimiento.
Esta pretensión es ajena a una tradición que considera el conocimiento como patrimonio exclusivo de la ciencia. La importancia de reivindicar diferentes modos de conocimiento es decisiva en una aproximación contemporánea al Tarot: el tema de la ciencia y de la realidad cotidiana suscita arduas dificultades que, si desde siempre fueron resueltas por los magos, místicos e iniciados, bloquean el acceso al Tarot para aquellos que se debaten ante las antinomias de la razón y para los que, mucho más numerosos, ya ni siquiera se debaten.
La ciencia es un modo de pensamiento y acción que determina progresivamente al hombre occidental a partir de la Edad Moderna, y que lleva una peculiar manera de relacionarse el hombre con el mundo, con sus semejantes y consigo mismo. Como modo de pensamiento, la ciencia es investigación que, recurriendo a la lógica, la experimentación y la observación, expresa sus resultados en un lenguaje conceptual, el cual rehuye en lo posible toda vaguedad o ambigüedad y se propone ser emotivamente neutro. Como modo de acción, la ciencia es técnica y tecnología, manipulación e instrumentalización de lo real. En ambos sentidos la ciencia apunta en dirección opuesta a la poesía o la religión que, operando mediante imágenes y símbolos, ponen en juego no sólo el ámbito intelectual, sino la totalidad de la vida humana.El problema aparece disimulado bajo la afirmación generalmente aceptada de que la experiencia simbólica no proporciona propiamente conocimiento, pues no se agota en enunciados objetivamente determinables como verdaderos o falsos o, en el mejor de los casos, rehuyen al razonamiento discursivo y a técnicas controlables de experimentación y observación.
El conocimiento científico es ante todo conocimiento de leyes formuladas en enunciados mediante conceptos, y cuyas consecuencias pueden confirmarse o refutarse, directa o indirectamente, de modo experimental. El tipo de resultados a que aspira la ciencia es tal que cualquiera que siga rigurosamente los pasos del método han de admitirlos, independientemente de sus peculiaridades personales. Es un tipo de conocimiento que no afecta ni es afectado por la calidad personal del investigador; más aún, sus resultados deben ser tales que lo estrictamente personal pueda (y deba) descartarse a favor de lo objetivo. De este modo, los caminos de la verdad y de la realización personal (del bien) aparecen independientes y autónomos.
Aristóteles (384 a. C.-322 a. C.) |
Esta coloración del pensamiento antiguo se conservó en la Edad Media, como se ve en la teoría de que las nociones de ente (ens), verdad (verum) y bien (bonum) son totalmente intercambiables. Y si a lo largo de esta evolución el núcleo mítico se revistió con un ropaje conceptual, el conocimiento siguió siendo un modo por el cual el hombre se aproximaba a la perfección o se asimilaba a la divinidad. Detrás de la matemática pitagórica palpita la mística de los números; la dialéctica platónica era simultáneamente acercamiento a la verdad y purificación espiritual; la metafísica aristotélica, que culminaba en teología, hizo del sabio el hombre que realizaba en sí la más perfecta esencia humana, participando del pensamiento que se piensa a sí mismo propio de la divinidad. Y este mismo impulso se conservó en la especulación medieval: para san Agustín el conocimiento es progresión de la naturaleza al alma y de ésta a Dios, y en las etapas de descubrimiento de la verdad se verá más tarde un itinerario del alma a Dios; santo Tomás retomará la cuestión del pensamiento analógico que se remonta del ámbito creatural al divino.
Bertrand Russell (1872) |
Naturalmente, se sospecha aquí un sentido de la verdad que no cabe en ecuaciones ni en conceptos y que, a contrapelo de la objetividad científica, hace evidente que ‘más vale perderse en la pasión que perder la pasión’. Este sentido de la verdad emana de la primitiva vinculación con el bien, o de la fundamental dialéctica entre conocimiento y vida que siempre supusieron los pensadores antiguos y medievales.
San Agustín (354-430) |
Pero la Edad Moderna, con Descartes, asiste a la constitución del hombre como sujeto que representa un objeto y que es en tanto que conoce. El famoso ‘Pienso, luego existo’ invierte el orden tradicional y está preñado de consecuencias, pues sólo adquiere sentido si ya no se vive una intensa conexión entre hombre, mundo y divinidad en la cual fundar el conocimiento. El hombre se erigió como sujeto o punto de partida, y el mundo entero se redujo a su representación: sin sabor, sin color, sin olor, el mundo fue objeto de conocimiento, en tanto que proyección de magnitudes. La infinita diversidad de lo ‘real’ apareció como un sistema de relaciones representables (manipulables) por el pensamiento. Esta decisiva posición del hombre como sujeto sólo admitió como objeto todo lo reducible a representación clara y distinta, apresable conceptualmente; lo otro, al no tener relación con el sujeto (por no ser clara y distintamente representable) se desterró del ámbito de la realidad. La medida de toda realidad fue su conceptualización, y no quedó lugar para imágenes y símbolos que, al rehuir la cristalina claridad de la razón, no podían proporcionar conocimiento.
René Descartes de Frans Hals |
Con esta nueva actitud del hombre la ciencia comenzó su vertiginosa carrera en la que todos estamos embarcados. La objetividad pasó a ser la nota decisiva de todo conocimiento, tomando como base la radical separación entre sujeto y objeto. La conquista de la verdad parece apoyarse en la dualidad, y de aquí la progresiva expurgación de los elementos no racionales (no conceptualizables) del campo del conocimiento y de la verdad. El conocimiento científico aparece como una actividad por la cual la razón analiza, descompone, articula y diseca un objeto. No cabe la inquietud por lo que ese objeto sea más allá de su conceptualización como tal: sea otro hombre, u otro ser viviente, esto es olvidado por el investigador para que surja el objeto de conocimiento. Y si la filosofía occidental ha involucrado una progresiva desmitificación de lo real, es natural que culminara en la ciencia y ésta a su vez en la instrumentalización técnica. A cambio de la total dominación tecnológica, el hombre perdió el contacto con un mundo sobrecogedoramente rico e hizo su morada en un ámbito inerte y previsible. Dentro de esta concepción resulta grotesco hablar de un ‘conocimiento’ simbólico.
Gaston Bachelard (1884) |
Carl Gustav Jung (1875-1961) |
Thot egipcio, Hanumán hindú, Odín germánico, Quetzalcóatl mexicano, Hermes griego |
Independientemente de que acaso el inconsciente colectivo no sea sino una conjetura, resulta bastante útil para una aproximación al universo del simbólico dentro del cual adquiere verdadera importancia el Tarot, y que es el territorio en el cual arraigan la religión, la poesía, la magia, la mística y el esoterismo. Todos estos mundos confluyen y se reflejan en el Tarot.
Después de este largo rodeo, hay que regresar al problema planteado al comienzo de esta sección: ¿puede hablarse de conocimiento simbólico?
El concepto, instrumento por el cual la ciencia constituye su objeto, se dota de significado mediante la definición. Como herramienta intelectual funciona en tanto resulta aplicable y, previamente, comprensible. Un concepto incomprensible carece de sentido. Por otra parte, un concepto puede perder su campo de aplicación y devenir inservible (por ejemplo, ‘flogisto’), o bien puede recuperar su campo de aplicación y volver a circular (onda luminosa’ o ‘átomo’). Los conceptos son fundamentalmente históricos, y su efectividad depende de su comprensión por parte de los usuarios.
Hermes robando el ganado a Apolo |
Dada esta peculiar constitución de los símbolos, ¿qué tipo de conocimiento pueden expresar? Hay muchas respuestas, y sólo esbozaré alguna dejando abierta las otras para que cada cual la halle por sí mismo.
Puesto que los símbolos son patrimonio de la humanidad, no pueden vincularse con situaciones particulares propias de un pueblo o una época. Su pervivencia indica la permanencia de ciertos problemas muy remotos pero que cada hombre estrena en su peculiar existencia. Estos problemas y estas situaciones universales (y a la vez completamente personales) han sido llamadas ‘situaciones limites’. En todas ellas el hombre toma conciencia de que hay un puesto y una tarea (un destino) que le son propios en el cosmos. Puestos en una de esas situaciones, el mito o el símbolo reactualizan el enigma y su solución poniendo en juego una energía cuya acción puede experimentarse como ampliación de la conciencia. Este tipo de conocimiento corresponde a la arcaica identidad entre existencia y verdad que no admite diferencia entre un sujeto y un objeto, sino que posibilita la adquisición de un poder modificador de la propia experiencia y, con ello, resuelve o disuelve el problema primitivo. Este ‘conocimiento’ puede experimentarse como una súbita iluminación o bien como una tensión que progresivamente se transforma en un especial dinamismo, e incluso puede asumir otras formas; pero en todos los casos es enteramente distinto de lo que solemos experimentar cuando conocemos conceptualmente una ley científica. Para que el conocimiento simbólico resulte más discernible por referencia al conocimiento científico usual es importante retrotraerse a una cosmovisión que históricamente acabó por ser desplazada por la nueva actitud del hombre-sujeto cartesiano. La cosmovisión primitiva suele llamarse ‘animismo’.
El animismo es un modo de residir el hombre en el cosmos, tal que éste aparece no como un conjunto de relaciones apresables en su generalidad, sino y primeramente como un organismo vivo con el que se puede entablar relaciones simpatéticas(1) y afectivas. Esto no significa que el animista ignore que una perla es una perla y que la luna es la luna, sino que además de estas vacías identidades adivinaba una energía vital afín entre la luna y la perla.
Lucien Lévy-Bruhl |
Los hombres que creían que la tierra estaba sostenida por una tortuga que nadaba en un mar de lecho no eran infradotados ni inferiores a nosotros: con seguridad su idea de la tierra no les permitiría llegar a la luna y televisar el acontecimiento, pero no veo en qué este conocimiento y esta habilidad de nuestra generación nos facilite la tarea de vivir nuestra vida de modo impecable e integral.
Erns Cassirer (1874-1945) filósofo |
Brevemente, el sustancialismo es una ideología que piensa al mundo como un conjunto de entes o cosas (‘sustancias’ es la expresión aristotélica clásica) dotadas de propiedades y poderes, y que ve el conocimiento como atribución a las sustancias de las propiedades que a ellas inhieren(2).
El funcionalismo, en cambio, pone el acento ya no en los poderes de las cosas sino en sus relaciones y, por consiguiente, concibe el mundo como un flujo de acontecimientos sujetos a ley, complejo entramado de interrelaciones. (...)
Es claro que el funcionalismo se impuso con mayor fuerza a medida que transcurría la Edad Moderna, y hoy es uno de los ingredientes básicos de la concepción científica. En este proceso, el mundo y el hombre variaron tanto que resulta casi imposible hablar de pérdidas o ganancias. En verdad, sólo sobre la nueva base ha sido posible el prodigioso avance de la ciencia, pero esto supuso un repentino ‘empobrecimiento’ del universo: éste dejó de ser un animal (sustancia) lleno de vida para convertirse en un conjunto de puntos sometidos a una rutina expresable matemáticamente. De un originario sistema de presencias animadas y poderosas, cada una de las cuales expresa una personalidad propia y con las que el hombre podía establecer un peculiar diálogo, se pasó a un universo de partículas materiales inanimadas, legalmente relacionadas. El conocimiento de sus leyes permitió la predicción y la manipulación por parte del hombre, único ente inteligente que en su evolución podría determinar también las leyes que acaso rigen su conducta, para extender la instrumentalización a su propia especie, en la que ya difícilmente hallaría presencias en 'lugar de puntos obedientes a rigurosas regularidades'.
Isaac Newton, Geoffrey Kneller |
Paul Karl Feyerabend (1924) |
Así se pone de manifiesto un fallo en el proceso histórico de Occidente: la fantasía, desplazada por la razón, o si se prefiere, el inconsciente sustituido por la conciencia, son maneras de expresar la polaridad entre símbolo y concepto: al dejar la constitución del universo a cargo de la razón, las demás potencias se confinaron a esferas imprecisas, aceptadas como legítimas en tanto no pretenden pronunciar conocimiento de lo real: el arte, la religión, los sueños. Esta parcial aproximación al mundo fue denunciada últimamente por varios filósofos, pero la audaz propuesta de Feyerabend nunca fue abandonada por cierto tipo de hombres que, aun conviviendo con la tradición científico-conceptual, escogieron vivir en un universo fantástico: los místicos, los magos, los ocultistas. Dentro de esta propuesta cabe replantearse nuevamente las relaciones entre el concepto (por el cual se expresa un orden legal que concluye en manipulación de lo real) y el símbolo (que hace estallar esta misma realidad para abrir las fronteras de lo otro, lo inexplicable y a la vez enormemente poderoso).
Y la dimensión simbólica cobra toda su vigencia cuando, rechazando las dualidades sujeto-objeto y método-resultado, exige la progresiva actualización de las potencias que vinculan al hombre con el mundo. Partiendo de una relación omniabarcadora entre hombre y universo, deviene impertinente la pretensión de arbitrar un método que se aplique independientemente de la calidad del individuo. En este contexto no puede hablarse de técnicas o instrumentos cuyo ejercicio produzca algo exterior al hombre: el centro de toda cuestión sigue siendo enteramente personal. Retornar a la fuente del conocimiento simbólico implica inscribirse dentro de una forma de animismo y restituir la experiencia del mundo como orden racional a la experiencia primigenia del mundo como poder. La dimensión simbólica cae dentro del ámbito de la fantasía, del inconsciente, en tanto que la dimensión conceptual hace hincapié en la razón y en la conciencia; por lo tanto, los conocimientos que proporcionan símbolo y concepto son de orden diverso y se refieren a experiencias diversas de lo real.
Es imposible aproximarse al Tarot sin sumergirse en otro mundo que no sea el cotidiano e incluso sin proceder a una destrucción crítica de las categorías que constituyen este mundo cotidiano, tal como lo vivimos en un tiempo determinado por la ciencia y la tecnologia. Sólo admitiendo esta inversión de valores puede ser el Tarot portador de conocimiento e instrumento de poder. En nuestra situación histórica no cabe intentar recuperar personalmente el conocimiento y poder de los arcanos mediante un juego sencillo de imaginación que aletea en las trastiendas de un mundo aceptado sin más ni más como real. El símbolo, el mito y el rito son llaves que revivirán el conocimiento y el poder del Tarot, previa crítica radical de esta realidad, crítica que impone un cambio de naturaleza en el hombre mismo, esto es, una conversión.
Enrique Eskenazi, 1978.
Notas de Sergi Ferré:
(1) Como pertenecientes a un mismo cuerpo.
(2) inseparablemente unidas por naturaleza.
(3) Feyerabend, Paul (1993) Contra el Método. Barcelona: Planeta De-Agostini.