Alejandro Dolina: El bovarismo descendente

Un texto del argentino Alejandro Dolina sobre el síndrome del bovarismo, incluido en su obra "El libro del fantasma" (1999).

Isabelle Huppert en la película homónima de 1991
Se ha admitido siempre que el bovarismo es la actitud del individuo que por falta de autocrítica se imagina superior a su en torno social y reclama consideración a la personalidad idealizada que él mismo se ha forjado.

La definición no me complace. No creo que la falta de autocrítica sea causa única y exclusiva del bovarismo. Tampoco creo que un bovarista se imagine superior a su entorno social, sino más bien a sí mismo. Y para terminar, la diferencia que el bovarista imagina con su verdadero ser no siempre señala una superioridad.

Podríamos hablar de un bovarismo ascendente, en el que el individuo se cree mejor de lo que es; un bovarismo descendente, en el que se siente peor y un bovarismo horizontal, en el que lo imaginado y lo real no se sacan ventaja.

Emma Bovary encarnaba la primera y más frecuente de estas patologías. Me atrevo a llamar la atención en este trabajo sobre la peligrosidad social del bovarista descendente.

Ortega y Gasset relaciona la nobleza con la elección de un des tino. El habla de la criatura selecta, que no halla placer en la vida si no la hace consistir en continuos intentos de alcanzar metas difíciles. En el otro extremo, Ortega ubica al hombremasa, que elige siempre lo más sencillo, lo menos exigente, lo menos comprometedor. La criatura vulgar no se remite jamás a instancias superiores y ejerce una aparente soberanía vital, que en el fondo no es más que la terca negativa a la búsqueda de la excelencia. Lo más frecuente es que el hombremasa se crea noble y reclame las prerrogativas de las criaturas de selección.

Pero en ocasiones sucede lo contrario. Personas bien dotadas se inventan una personalidad mediocre y buscan el destino correspondiente a esa idea que tienen de sí mismos.

A veces se trata de una mera comodidad: ocupar posiciones inferiores al propio merecimiento, tentarse con las baratijas del triunfo pequeño. Casi siempre —y esto es lo peor— el bovarista descendente se rodea de personas que le son inferiores. Entre ellas suele lograr fáciles renombres. Las pandillas, los grupos violentos, las hinchadas del fútbol, resultan ámbitos hospitalarios para la persona empeñada en elegir lo peor de sí misma. Y así como el bovarista ascendente procura imitar los hábitos de la clase social o del grupo intelectual al que desea pertenecer, el bovarista descendente se esfuerza para no desentonar entre las personas más groseras, viles o deshonestas. No hay que confundir el bovarismo con la mera hipocresía: el bovarista no finge. Cree legítimamente en la actitud que se construye. Emma Bovary no trataba de presumir. Estaba convencida de la naturaleza excelsa de sus amoríos de pacotilla.

También puede inducir a confusión la indudable influencia que los grupos cerrados imponen a sus miembros. El que trabaja en una oficina, salvo en el caso de poseer una clara conciencia de lo que es, sufre una presión continua que lo va despojando de sus características personales hasta imponerle unos rasgos que son los que el grupo espera de un oficinista. El bovarista descendente ni siquiera sufre esa transformación. Más bien cree que la sufre y actúa en consecuencia.

El filósofo John Rawls dice que los seres humanos disfrutan con el ejercicio de sus capacidades realizadas y que este disfrute es mayor cuantas más capacidades se realizan o cuanto mayor es su complejidad.

Los vendedores de baratijas ocultan esta verdad, niegan el placer de lo complejo y prefieren defender el carácter subjetivo del goce, las propiedades festivas de las cosas simples y, en último caso, los ejercicios de satisfacción mínima pero inmediata y de alcance ecuménico.

Poseedor acaso de la competencia necesaria para altas voluptuosidades, el bovarista descendente mira televisión, escucha música banal y comparte su cama con personas a las que no admira en lo más mínimo.

Me atrevo a decir que este fenómeno está esperando su Flaubert. Ya puedo imaginar la degradación creciente, la elección de conductas canallescas y al final la más impensable y absurda de las traiciones. En algún punto el bovarista choca con la verdad. Emma Bovary no pudo soportar la revelación de su propia vulgaridad. Ahora bien: ¿cuándo se le revela su excelencia negada al bovarista descendente? Un buen lugar es el infierno, donde el protagonista descubre demasiado tarde que es un ángel, o mejor dicho, cualquier lugar se transforma en el infierno cuando uno descubre que es un ángel que se ha comportado como un imbécil.

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